Esta noche quise soñar que podía reinventar el mundo
Esta noche quise soñar que
podía reinventar el mundo. Te necesitaba conmigo y te pedí tu respiración para
crear el viento. Estabas terminando de escribir una carta larga y en la
oscuridad observaba cómo lo hacías. Rocé tu cara con mis dedos tranquilos y puse
tu rostro en el cielo para que fuera la luna. Del mismo modo amé tu cabello
brillante para hacer las estrellas, y como tu cabello tenía un dulce aroma,
aquella primera noche respiré jardines y las noches posteriores quedaron
marcadas para siempre. Como ya tenías luz, escribías tu carta un poco más
aprisa. Yo esperaba sentado sobre una roca. Me sorprendió que hubiera una roca
que yo no había creado. Me quedé pensando profundamente en la roca. Te describía
lo áspera que era, cada línea y cada grieta que tenía. Dejaste de escribir.
Notaste que tenías una roca parecida sobre los hombros y te la sacudías. Aunque
parecía no ser muy grande, no se desvanecía con facilidad. Me dijiste que
esperara un poco y volviste a pensar en tu carta. Ahora escribías más
lentamente, como pensando más en cada frase que escribías. Te pregunté qué hacer
con la roca sobre la que yo estaba sentado. Me contestaste que una casa. ¿Y qué
hacemos con la tuya?, dije. Respondiste que cuando acabaras de escribir te la
quitarías de los hombros y con ella haríamos una ventana para ver días buenos y
malos que ya no podíamos cambiar. Es bueno ver, dije y pensé, y cuando abramos
la puerta podremos volver a pintar algo mejor en la realidad. También vamos a
cambiar la realidad, preguntaste y afirmaste a la vez. Bajaste los ojos a la
carta y volviste a escribir de nuevo.
Me di cuenta de que todo eso ya
no era tanto así como un sueño. De algún modo sentí que era real. Y mientras
acababas de escribir decidí dormirme y dentro de ese sueño que parecía tan real,
soñé que ya habías acabado de escribir tu carta larga. Estabas sentada sobre la
arena. Metías la carta en un sobre y le ponías un sello. Arrojabas la carta y
mientras caía se formaba un mar que se perdía de vista a lo lejos. Al fin la
carta caía, se mojaba y lentamente se hundía. ¿Por qué en el mar?, pregunté. Tú
preguntaste: ¿No te gusta el mar? Dije que sí. ¿Te gusto yo? Dije que sí otra
vez. Entonces lanza también tu carta al mar. Miraba al suelo. Ahí estaba mi
carta. La eché al mar como tú. Comprendí todo. Comprendí que cuando yo decía que
me gustabas, me gustas porque eres, y eres lo que eras, y eras el mundo nuevo
que íbamos a inventar. Comprendí que no se puede inventar de la nada. Comprendí
también lo de nuestras rocas y por qué con ellas íbamos a hacer la casa y la
ventana. Tú misma, que lo habías dicho, lo comprendías y te sorprendías como si
no hubieras sido tú quien lo pensara. También la hice idea mía porque me gustaba
mucho. Te tomaba de la mano. Entre nuestras manos había una pequeña hoja.
Sabía que todo eso era un sueño
que estaba teniendo dentro de otro sueño que de pronto se había hecho realidad.
Como me parecía que este sueño también tenía algo de real, me dormí sin soltar
tu mano. Y soñé que bajo la luz de la luna que hice con tu rostro, estabas
desnuda, y soñé que podía ver todas las partes de tu cuerpo que antes había
tocado. Vi tus hombros, tu cuello y más abajo donde tu pecho nacía. Tus senos
pequeños me parecían hermosos. Te vi toda. De tu vientre blanco salían conchas
que se clavaban en la arena. Miré tus senos otra vez y tenían alas y se
convertían en múltiples tipos de aves que se expandían por el universo. Tus
piernas largas eran de repente delfines que se precipitaban gozosos al mar. Pero
tú seguías ahí como si fueras infinita. Desde que empecé a verte desnuda algo se
calentaba dentro de mí, ardiendo poco a poco hasta ser enorme. Y se hizo el sol.
Nos recostamos y vimos juntos el amanecer.
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