Tiempo al tiempo
Faltan pocos minutos para que se abran las puertas. Una multitud de personas aguarda impaciente bajo un sol de justicia, mientras las personalidades acceden al recinto por los lugares especialmente habilitados para ello. La capacidad del aparcamiento ha sido rebasada con creces hace tiempo, y ahora las colinas y llanos circundantes se van viendo invadidas paulatinamente por todo tipo de vehículos repletos de gente ansiosa, que lentamente se va uniendo a otros grupos de personas que avanzan hacia las puertas del estadio.
Son cada vez más los policías necesarios para mantener minimamente organizada aquella marea humana, entre la que son no poco frecuentes episodios de desmayos, histerias y conatos de enfrentamiento. A calmar el ánimo de los asistentes no contribuye precisamente el continuo suministro de todo tipo de bebidas alcohólicas que desde puestos ambulantes, así como vehículos particulares, reparten tipos que han adivinado lo lucrativo de la situación. Tampoco faltan los puestos de comida, inmundo alguno de ellos, o los tenderetes de recuerdos. Llaveros, camisetas diseñadas para la situación o incluso diplomas acreditativos de la presencia en semejante espectáculo son la nota común en el aspecto exterior de todos los asistentes. En realidad lo único común, puesto que el crisol de razas, edades o religiones es digno de contemplarse.
Desde una zona del parking especialmente dispuesta para ello, centenares de reporteros transmiten la última hora para sus respectivos programas de radio o televisión. Ha llegado el momento, el gran día, y nadie quiere perdérselo. No son pocos los medios que han preparado programas especiales, de varias horas de duración, en los que se suceden reportajes previos, biografías de los protagonistas y entrevistas a todo aquel que pase por allí en ese momento, ese raro instante en que la voz del pueblo habla y es escuchada. A su vez, concienzudos analistas dan una opinión argumentada e intelectualizada, de tintes casi metafísicos, contrapunto indispensable para con los irracionalismos y fanatismos populares, aunque para que engañarnos; como es sabido, al final todos vienen a decir lo mismo.
El equipo de técnicos de televisión ultima los preparativos. No es poco el gasto, pero a priori, los beneficios pueden ser millonarios. La retransmisión en pago por visión del acontecimiento tiene una audiencia potencial de mil quinientos millones de personas repartidas en cuarenta y tres países. Por no hablar de Internet, que vete tú a saber hasta donde llega. El despliegue técnico y tecnológico para llevar a cabo la retransmisión no tiene antecedentes. Ordenadores, cámaras, antenas, equipos de edición e iluminación, miles de kilómetros de cable, un helicóptero repetidor de la señal, e incluso dos satélites que a la hora exacta estarán situados en una vertical perfecta cuatrocientos kilómetros por encima del recinto. Todo es poco para no perderse ni un detalle del espectáculo del siglo.
A la hora señalada se abren las puertas de acceso y comienza el lento goteo de espectadores que ansiosos y veloces se disponen a ocupar sus localidades, perfectamente numeradas todas ellas. Las cuatro tribunas que, formando un rectángulo, envuelven el escenario, van poblándose lentamente, mientras los espectadores enarbolan banderas y pancartas con todo tipo de mensajes, que muestran orgullosos en cuanto otean una cámara de televisión. Llamadas telefónicas, fotografías, videos domésticos, cualquier medio es bueno para clamar llenos de orgullo y satisfacción aquello de: Si, yo estuve allí.
La hora se acerca. Ya se ha llenado medio aforo, mientras las puertas interiores continúan vomitando personas expectantes. La tribuna de personalidades comienza a poblarse. Destacados dirigentes políticos o sindicales, militares, artistas, intelectuales. No se es nadie socialmente hablando si no se está invitado. A diferencia del público en general, que no bebe más que cerveza o refrescos en vasos de plástico, servidos por jóvenes con acné, a las autoridades les atienden profesionales lujosamente uniformados, que les ofrecen las mejores viandas y refrigerios. Tres cuartos de aforo. El videomarcador electrónico de cuatro caras, suspendido sobre el escenario, ofrece sin cesar anuncios comerciales alternados con videos promocionales del espectáculo inminente. La megafonía satura los tímpanos con los éxitos musicales del momento, mientras las masas bailan enloquecidas y frenéticas plantadas sobre sus asientos, en las escaleras, en los pasillos, incluso en las colas del exterior. La organización es perfecta. Todo el mundo tiene su entrada y su butaca. El tiempo se ha medido con exactitud y no hay altercados. Nadie molesta a esa minoría que, vestida de negro y lágrimas, ocupa un lugar preferente, ajenos a la gran bacanal multitudinaria. Aforo completo.
Ya es la hora. Se cierran las puertas. Todo el mundo está en su sitio. Las luces se apagan mientras la masa ruge impaciente, y la voz de un speaker solicita la colaboración general. Es la cuenta atrás. Diez, nueve, ocho, siete, seis, cinco, cuatro, tres, dos, uno, la hora. Todo se sucede con una precisión matemática: Una luz cegadora alumbra el escenario, donde los protagonistas ya están preparados. Suena una llamada. Es el Gobernador. El alguacil pulsa un botón y circula la corriente eléctrica. Han comenzado las ejecuciones.
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