La Cita
El primer día no le dio importancia. Tras una ligera cena y una rato de televisión, Manuel se acostó pronto, que había que madrugar al día siguiente. La llamada ni siquiera le sobresaltó, pues siempre había tenido un sueño muy profundo y llegó a pensar que no era más que una mala jugada de su subconsciente. Fue la noche siguiente cuando Manuel comprendió que no se trataba de un sueño, ya que todo se repitió tal cual, y en esta ocasión él estaba desvelado. Exactamente a las cuatro de la madrugada una llamada telefónica rompió el silencio de la noche. Tan solo dos tonos, después de los cuales quien quiera que estuviese al otro lado de la línea colgó, procedimiento idéntico al que Manuel creía haber soñado la noche anterior. Pero no. No era un sueño.
Lo peor de todo es que desde aquel fatídico primer día, la misteriosa llamada se repetía con una puntualidad y una exactitud desesperante. Siempre a las cuatro, siempre dos tonos, y después, siempre el silencio. Un silencio que poco a poco comenzaba a ahogar a Manuel. Si bien en un principio pensó que no sería más que un bromista –bastante pesado, eso si - , la persistencia en su pauta de comportamiento fue inquietando a Manuel paulatinamente. El sistemático proceder de vete-a-saber-quien había conseguido convertir sus noches en un verdadero infierno. Y no se trataba solo de la maldita llamada, sino que lo peor eran los momentos previos - ¿ llamará hoy o no? – y las reflexiones y/o temores subsiguientes.
Durante las posteriores semanas el insomnio fue la nota habitual en las noches de Manuel. Daba igual a que hora se acostaba, así como en que condiciones lo hacía. Por muy cansado, bebido o drogado que estuviera, era imposible conciliar el sueño. La cama era un potro de tortura donde una horrible ansiedad ganaba cada día la batalla a la necesidad de descansar. Su vida se había convertido en una tensa espera; durante el día – el trabajo, los amigos – era capaz de no pensar mucho en ello, pero cuando cruzaba la puerta de su casa por la noche sabía que todo lo que hiciera o pensara no era más que una burda manera de llenar el tiempo hasta las cuatro. Hasta los dos tonos. Hasta el silencio.
Por si esto fuera poco, el oculto y secreto sufrimiento de Manuel comenzaba a desbordarle. No tardó en ser despedido del trabajo, pues tanto su aspecto físico como su rendimiento se habían deteriorado ostensiblemente durante las últimas semanas. Al incipiente aumento en el consumo de somníferos se había unido el abuso del alcohol, que Manuel bebía cada vez en mayor cantidad, iniciando una carrera autodestructiva que llenaba de inquietud y – por qué no decirlo – de temor a sus amigos. Pero a pesar del creciente interés de estos, Manuel nunca era sincero. Jamás desveló cual era la verdadera razón de su deterioro, tal vez porque percibía que existía un vínculo íntimo e invisible entre ambos lados de la línea telefónica, una extraña e inexplicable relación que le hacía sentir a Manuel implicado en algo –no sabía explicar qué era exactamente – superior, una historia que se desarrollaba en otra dimensión, un nivel superior y que le concernía única y exclusivamente a él, pero que a la vez lo llenaba de temor. La persistente situación había comenzado a mermar su salud física, pero no tardaría en hacerlo – y Manuel lo sabía – su salud mental.
Así que a pesar de esa extraña atracción, en un alarde de lucidez Manuel decidió acabar de raíz con el problema, optando por la más sencilla y apropiada de las soluciones según su criterio. Descartó poner sobre aviso a la policía – podían tomarle por un loco – y eligió una solución menos radical: desconectar el teléfono. Tras una ligera cena y una relajante ducha con agua caliente, Manuel se acostó tranquilo, feliz y contento. Y durmió. Durmió como no recordaba haberlo hecho en mucho tiempo. Cómodo y ancho, sintiendo cada músculo descansar. Recordando el placer que supone la inexistencia de cualquier pensamiento que turbe la mente. Y disfrutó, como un niño, hasta las cuatro en punto de la madrugada, momento en que una llamada lo despertó. Dos tonos, y luego, el silencio. Un silencio más asfixiante y denso que nunca. Temblando, Manuel se incorporó y comprobó el estado de la línea. El teléfono seguía desconectado.
Aterrado y en pleno ataque de nervios, aun tuvo la sangre fría de recoger dinero, meter algo de ropa en una maleta y salir corriendo de casa. Deambuló por la ciudad hasta que amaneció, momento en el cual tomó una habitación en una pensión, con la intención de ducharse, afeitarse y ofrecer un aspecto más presentable a quien quiera que pudiera acogerle. Fue Luis, su mejor amigo desde la infancia, quien le abrió su casa sin preguntar, como siempre – quizás por eso eran tan buenos amigos – y con cuya sola presencia Manuel se sentía mucho mejor. Poco a poco el temor fue disipándose, y entre cervezas, risas y el agradable recuerdo de lugares comunes de la infancia y la juventud Manuel fue olvidándose de lo que le había llevado hasta allí, y se sintió verdaderamente tranquilo por primera vez en muchas horas. A pesar de ello, Luis no puedo evitar observar cierta inquietud en Manuel cada vez que sonaba el teléfono. Una llamada le sobresaltó especialmente, llegando incluso a levantarse del sillón de un brinco. “ Y eso que es mi suegra y no la tuya...” dijo Luis, quitándole hierro al asunto.
Pero a pesar de la distensión lograda, la cuenta atrás del reloj recordaba a Manuel que tenía una cita. Una cena espléndida preparada por María, la mujer de Luis, y una velada divertida y agradable entre los tres no era suficiente para hacer olvidar. Las once y media. Las doce. La una. Cada vez más cerca. Cada vez más inquieto y asustado. Tras recoger la mesa y sacar unas mantas para el sofá del salón, María y Luis se acostaron, quedando Manuel solo y aterrado en la oscuridad de la habitación, observando en el reloj del video el lento goteo de minutos – más rápido que nunca esta noche – que le acercaba irremediablemente a su pesadilla cotidiana. Solo cabía una esperanza: que quien estuviera detrás de aquellas llamadas hubiera sido incapaz de seguirle. Pero por lo visto no fue así. Puntual como siempre, a las cuatro en punto de la madrugada una llamada, dos tonos, silencio. Un hombre que sale corriendo semivestido de una casa cerrando bruscamente la puerta. Un matrimonio asustado que no entiende lo que pasa. Ellos no han oído nada.
En esta ocasión, Manuel no caminó por la ciudad, sino que tomó un taxi que le llevó hasta la estación del ferrocarril. Durante el trayecto miraba constantemente hacia atrás para asegurarse de que nadie lo seguía. Una vez allí subió al primer tren en salir y pocos minutos después bajaba en una estación cercana, tomando allí otro taxi, dirigiéndose a continuación hacia el aeropuerto, donde compró un billete – solo ida – para el primer avión que partiera rumbo al extranjero.
En un país cualquiera, en un hotel como tantos otros, Manuel tomó una habitación. No le importaban lo más mínimo la retahíla de servicios que le ofrecía la amable recepcionista – gimnasio, jacuzzi, prensa internacional, etcétera – Solo había algo que pretendía Manuel, insistiendo en ello de un modo casi agresivo: “ Señorita, bajo ningún concepto me pase una llamada. Gracias”. Subió a la habitación, se duchó y después salió a comprar algo de ropa. Tras volver al hotel, se encerró en su suite, y pasó el resto del día jugando con el mando a distancia y una interminable lista de canales televisivos mientras apuraba todas y cada una de las pequeñas botellas del minibar. Y entonces, entre la desesperanza y la embriaguez fue viéndolo cada vez más claro. Era razonablemente imposible que le hubieran podido seguir, pero en caso de no ser así, ¿qué?. No podía huir eternamente, pues sus escasos ahorros estaban menguando desde que perdió el trabajo. Así mismo, Manuel se negaba a seguir viviendo esa pesadilla de por vida. Había comprendido por fin que la situación era insostenible y no estaba dispuesto a tolerarla durante más tiempo. En el improbable caso de que el teléfono sonara, estaría preparado para responder. Le exigiría explicaciones al responsable de esa locura, le insultaría agotando el diccionario, le amenazaría de todas las maneras posibles y la pesadilla llegaría a su fin.
A las once de la mañana un grito desgarró el silencio del hotel. Una chica de la limpieza había encontrado muerto a un huésped. En poco tiempo la situación se normalizó y tanto el jefe de seguridad como el médico del hotel le quitaron importancia al incidente para tranquilizar al resto de clientes. El posterior dictamen del forense no hacía más que corroborar lo que el médico había escrito en su informe. El cliente de la habitación 218, Manuel J. P. , de nacionalidad española, había fallecido por un infarto de miocardio a las cuatro en punto de la madrugada. Lo que nadie sabía es que esa era la hora a la que Manuel, tras resistirse durante meses, había acudido a su cita con la muerte.
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