El débil sonido del Rock and Roll
Y ahora, ¿qué se puede hacer con todo esto?
Estaba parado en medio de mi cuarto, mirando el desorden y bebiendo, directamente de la botella, un vino de cocina asqueroso. Hacía como seis horas que se había ido, por eso ya no me quedaba nada de ron. Objetos que fueron de ella, olvidados en varios lugares de la habitación, despedían una luz diferente, molesta. Su muñeco de peluche favorito estaba justo entre mis pies. Cuando llamaron a la puerta fui a abrir con la botella en una mano y el peluche apretado entre ese brazo y el pecho. Seguramente lucía ridículo, me sentía ridículo y lo estaba comenzando a disfrutar. ¿Para qué coño iba a necesitar sentirme de otra manera? El ridículo está ahí para que unos lo hagan y otros se rían de los que lo hacen. A veces eres el que te ríe, a veces eres el que provoca la risa. Bebí un largo trago de mi botella de vino de cocina asqueroso y me sentí aún más ridículo. La idea de escribir todo lo que me estaba pasando cruzó por mi cabeza. Me dije que podía ser una buena historia, estúpida y edificante.
Y ahora, ¿qué se puede hacer con todo esto?
Nos conocimos en esa época del año que se pasa todo el tiempo lloviendo y ella se empeñó en hacerme creer que podía llover cuando yo quisiera. Claro que llovía. Incluso aunque yo no quisiera. Todo fueron lluvias aquella primavera, lluvias y sexo. Lo hacíamos de pie entre las columnas de los monumentos, lo hacíamos apoyados contra los árboles de un jardín abandonado, de madrugada en las calles desiertas, lo hacíamos volando sobre los techos del Instituto, en su cama del Instituto, en mi casa. Me veía a mí mismo en cierto espejo del interior de mi cabeza: siempre en el límite, siempre borracho, cansado, muerto de miedo y con un temblor desagradable en los labios y en las manos. No me sentía bien, pero me consolaba imaginando que aquello era estar vivo. Ella quedó embarazada y yo, borracho, cansado y muerto de miedo, le pedí que se casara conmigo. Le hicieron un aborto. Le hicieron mal un aborto y algo se le descompuso por allá dentro. Le dolía hacerlo. Adiós columnas de los monumentos, adiós jardines abandonados, calles desiertas y techos del Instituto. Aquella vez, cuando se fue, era de madrugada, llovía y yo estaba durmiendo una borrachera. Esta vez aun es de día, yo he estado bastante sobrio y despierto, pero el día y la sobriedad se me están terminando.
Y ahora, ¿qué se puede hacer con todo esto?
Cuando tenía ocho años, en la escuela conocí a uno que le gustaba que lo golpearan. Por supuesto que no se trataba de una religión absurda, después de todo él también tenía ocho años. Era simplemente así: se iba a donde había algún grupo, escogía a uno y lo molestaba hasta que había que golpearlo, entonces desplegaba aquella sonrisa magnífica y se quedaba un rato así, sonriendo y mirando al cielo, pero no era ninguna religión absurda. Nunca entendí qué coño era. Incluso hoy, cuando sospecho que padezco de lo mismo, no he podido llegar a comprender al maldito alcornoque. Juro que lo he intentado. Que se puedan disfrutar los golpes, bien, pero ¿qué coño buscaba ese en el cielo a los ocho años? No estoy hablando de un cielo metafísico, digo cielo porque era lo que miraba aquel maldito, lo mismo pudo ser un tablón de pino o el fondo de un tanque de manteca. ¿Qué coño puede buscar un niño con tanta insistencia en un tablón de pino o en el fondo de un tanque de manteca? ¿Qué puede buscar nadie en semejantes lugares o en el cielo? Siempre quiero escribir las historias de esa gente que no llegaré a comprender, pero no escribiré nada sobre aquel muchacho, lejano pariente de mi espíritu: sería escarbar sin sentido dentro de mí mismo y dentro de mi relación con las mujeres. Por otra parte, no son ellas, yo me busco los golpes, incluso, creo que lo hago con bastante elegancia, pero aún no he aprendido aquella sonrisa magnífica, ni me puedo quedar tanto tiempo mirando al cielo. Miro mucho las botellas, eso sí, sobre todo cuando el líquido baja de la mitad.
Ya ahora, ¿qué se puede hacer con todo esto?
Estuvimos unos meses sin vernos. Al final volvimos a juntarnos, como dos condenados. Volvimos a lo mismo y volvimos a separarnos. Ahora yo estoy abriendo la puerta abrazando un muñeco de peluche y con una botella de vino de cocina asqueroso en la mano, haciendo el ridículo y riéndome de ver como hago el ridículo. Podría escribir otras historias, debería escribir otras historias, tal vez aprenda con ellas a reírme mirando largamente el cielo, o un tablón de pino, o el fondo de una botella y de un tanque de manteca. Si no va a ser así entonces no vale la pena ni pensarlo. ¿Quién es esta mujer que tocó mi puerta? Podría ser Ángela, o Laura, podría ser Bárbara, o Iris o cualquiera de las mujeres que he conocido o que he inventado. Podría ser incluso ella. Podría escribir la historia de alguna o de todas, pero para hacer eso tendría que poner bastante de mí en esas líneas. Podría ser La Loca, o una loca. Es Unaloca. Unaloca me dice que lleva mucho tiempo sin verme y deseándolo. Trae una botella de algo que recuerda que a mí me gusta, y supongo que también trae la pretensión de saltar por encima de muchas cosas para que podamos tener una buena noche. Unaloca pasa y se acomoda. Conversamos, bebemos, escuchamos unos viejos discos de rock y supongo que terminamos en la cama. Eso es lo que diré al amanecer del día siguiente, en medio de un fuerte dolor en la boca del estómago, deseando no haber estado allí y, sobre todo, no haber estado allí con Unaloca. Supongo.
Y ahora, ¿qué se puede hacer con todo esto?
Y ahora, al amanecer del día siguiente, en medio de un fuerte dolor en la boca del estómago, veo rodar una botella vacía por el suelo, pongo uno de los viejos discos de rock que seguramente estuve escuchando anoche. Lo pongo muy bajo, porque no sé por qué coño estoy escuchando esto si tengo la cabeza tan revuelta como el estómago. Y es en medio de este débil sonido del rock ‘n’ roll que empiezo a pelear, lentamente, el estiércol acumulado en mi cabeza. En realidad no tengo ganas de estar metiendo las manos en la mierda, pero es seguro que no voy a encontrar a nadie que lo pueda hacer por mí y estoy necesitándolo. ¿Cómo es posible que me halla metido en tantas historias sin pies ni cabeza? Pero esa no es la pregunta. La pregunta es: ¿Cómo es posible que todavía no me halla resignado a contar, sólo a contar? Aparentemente todo esta bien, y me enamoro, trabajo, imagino, me confundo, pretendo, alardeo, me divierto, me exhibo, maltrato, agradezco. Pero al final, si me dan una espada, mi brazo no ganará la batalla. Todo es mentira. Soy el que cuenta. Siempre he sido el que cuenta y sólo eso, aunque parezca que participo, aunque no escriba. Entonces, ¿por qué coño no acabo de resignarme de una buena vez? Calles nocturnas, pasiones, gente incompresible, ella y ellas, lo que escucho, los suicidas, el tráfico descontrolado de los autos al amanecer, las noticias, el café, los precios… Todo esto, lo único que puedo hacer para que todo esto me deje en paz es renunciar, escribir mansamente. Creo en los sucesos, en la felicidad, la desdicha, en lo común, pero nada de eso es ya para mí. He perdido demasiado tiempo deseando lo que otros consiguen sin esfuerzo: vivir.
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